Por Andrés Moutas
La primera vez que entablé una conversación seria con Héctor Tuya fue en un portal cualquiera de la calle González Besada. Allí mismo pude constatar que se trataba de un hábil liador de ambrosía y uno de los personajes más ingeniosos que había conocido hasta el momento. Aunque por entonces no lo conocía personalmente, se decía que había dado sus primeros pasos musicales a los catorce años con el trío de blues “The Hornyman’s”, influenciado por el rock salvaje de los años cincuenta. El año en el que nos hicimos amigos estábamos a punto de entrar en la universidad. Recuerdo que fueron años difíciles porque, como decía Serrat, “uno se pasa la vida debutando”, y a esas edades más aún. Entonces éramos coetáneos, pero la vida ya había trazado ciertos caminos y marcado grandes diferencias entre nosotros. Siempre tuve la impresión de que Héctor iba varios pasos por delante del resto.
En aquella época, a finales de los noventa, ya había hecho alguna grabación con Pedro Bastarrica (Eolo discos) y compartía escenario con César García Miranda (César Pop) en bares solitarios y algo tristes de Oviedo. Como era de esperar, el rock and roll no tardó en volver a llamar a su puerta, e Igor Paskual le invitó a formar parte de “Babylon Chàt”, una de las bandas más glamurosas del panorama nacional de fin de siglo. Con ellos grabó dos discos, “Hotel Adicción” y “Bailando con Brando”, con los que se acercaron íntimamente a gente como Loquillo, Burning o Jaime Urrutia. Yo mismo, chófer de la banda, fui testigo de algunos de aquellos momentos esplendorosos, hasta que mi mala cabeza me hizo perder el trabajo.
Sin duda fue una pena que Igor Paskual abandonara la banda en el año 2004, dado todo lo que prometían; aunque por otro lado fue una buena oportunidad para que Héctor demostrara su valía como líder y vocalista. “Baile de disfraces” sería candidato en cinco categorías de los premios AMAS, de los que se llevaría el premio a la mejor canción y producción. El disco contó con la participación de artistas de la talla de Leiva (Mi niña), Aurora Beltrán (La fiesta) o José Ignacio Lapido (Dos al Diablo).
Creo que uno de los motivos principales por los que el grupo se disolvió fue porque Héctor nunca sintió Babylon como un proyecto que le perteneciera al cien por cien, sino como una vieja herencia, y ya se sabe con las herencias, o son deudas o no tardan en generarlas, así que hizo las maletas y se fue con la música a otra parte, concretamente Amsterdam, donde compuso algunas de las canciones de este disco y se dio en carne y hueso a uno de sus escenarios predilectos: la calle. Por circunstancias personales pasó de los Países Bajos a Canadá, Vancouver. Allí conoció los encantos de la mítica “Comercial Drive”, compartió escenario con artistas de “Spoken Word” y empezó a sentir fascinación por el ruido, entendido como música descompuesta que hay que aprender a contextualizar. Recuerdo que en algunas de nuestras conversaciones ya empezaba a gestarse la idea de “hombre orquesta”.
En el año 2008 regresa a España y graba un EP bajo la producción de Miguel Herrero y la colaboración de Ángel Guache. De forma paralela crea la banda “Los acordes secretos” con Luis Rodríguez, Kiko Flores y Elena García; y ganan el premio al público en el certamen de cabaret organizado por “Lata de zinc”.
En el año 2009, después de una difícil etapa personal, se muda a Madrid y se matricula en Ingeniería de audio. Dos años después crea el emblemático proyecto “Bailén 37” y produce discos de autores como Luis Delroto, Alfa o Jairo Martín. También colabora con el espacio radiofónico Estación Sonora y organiza la grabación de varios EPs como Pedro Flaco, Kike Babas y Jorge Marazu. En el año 2015 ficha con la discográfica “Maral”, con la que publica este disco.
“La caja negra”, como todo el mundo sabe, es lo que queda después del accidente; y en el caso de Héctor Tuya no es una excepción. Este disco es el testimonio de lo que queda después de la vida azarosa y aventurera de este Oliver Twist de la música. No es suerte ni inspiración, sino la huella de alguien que ha ido haciéndose a sí mismo a lo largo de todos esto años.
Por Diego Medrano
DIAMANTE frágil, melena nocturna, ojo huracán, tristeza simpática, reguero de sueños, escritor secreto, metal en vena. Un día me lo dijo con esa media sonrisa suya acostumbrada al azote diario del hechizo: «Lo mío no es corazón ni cerebro, sino una jaula de grillos». Compartimos un año tonto en la Facultad de Filosofía Pura de Oviedo, nos reencontramos constantemente en garitos afiebrados, alguna vez me ha saludado con un besito, que es un saludo muy de hermano y muy de amigo. Cree en la juglaría, no enseña a nadie sus miles de escritos, se reinventa en miles de grupos y se ríe con dichos de sabiduría calé: «¿Entre músicos te veas, jodido!». Tiene algo de solitario eterno, inconformista de panfleto y manual, bebedor de té y loco de sus propio teatro-gestualidad. Otro día me abrió los ojos con la suavidad de Gandhi pasado por litrona de pueblo: «Hay profesionales. Pero el artista es siempre esclavo de la belleza y no puede escapar». Le han dado premios recientemente, pero le importan un pijo, lo suyo son los sueños sobre el tejado, el colchón del vagabundaje, la herida que siempre sabe a mar y presente, el sonido de sus botazas por tal calle.
Otra noche me lo susurró al oído con la persistencia del embaucador: «La libertad no existe; la gente busca compromisos con la mayor rapidez a su alcance». Su único drama es elegir entre bajarse del tiovivo o seguir girando hasta el doblaje. Vive deprisa, piensa despacio, escribe con letra de monje, se queda embobado frente al menú del chigre de turno, colecciona servilletas con monigotes y flores. Te hace preguntas como disparos: «¿Y si el poder del mal residiese en los detalles?». Viene de vuelta de todo, por eso sus intereses siempre están en lo que perdura, escritura de dedo firme sobre mesa manchada de tinto. Dudas de adorable muñeco: «¿Y cómo puedo saber yo que mis vecinos no son producto de mi imaginación?, ¿Y por qué cuando te ven triste todos quieren que se te quite rápido?, ¿Y quién baja la basura a la calle cuando yo no lo hago?». La grandeza de Héctor es haber llegado a donde lo ha hecho: esa pureza suya de genio-niño, de Miró en sus melenas, de cuaderno guardado como pañuelo al fondo del mochilón. Seguirá vivo aun cuando la luna no parpadee. La luna: ese gajo débil. Monstruoso corazón.